M'han enviat aquest text, val la pena dedicar uns minuts a la seva lectura
Por Juan Forn
Cuando el primer ministro israelí Menahem Beguin estaba en Nueva York, de camino a firmar la paz con Anwar el Sadat en Camp David, mostró interés en conocer a Isaac Bashevis Singer. El encuentro (que, curiosamente, tuvo lugar pocas semanas antes de que ambos ganaran el Premio Nobel, uno el de la Paz y el otro el de Literatura) fue un auténtico desastre: Beguin le reprochó a Singer que no escribiera en hebreo, la “verdadera” lengua de los judíos, y le preguntó con desdén cómo se podía hacer funcionar un ejército en iddish. Ofendidísimo, Singer abandonó la reunión después de contestar que una de las razones por las que amaba el iddish era precisamente por tratarse de un idioma que no tenía palabra para “arma” ni para “ejército”. El hijo de Singer, responsable de traducir al hebreo todos los libros de su padre, cuenta que Singer despotricaba en cambio por la escasez de palabras que ofrecía el hebreo para aludir a la lujuria, a diferencia de la casi infinita variedad que le daba el iddish.
Como se sabe, Singer logró ganar el Nobel escribiendo en esa lengua definida alguna vez por el propio Heine como “un mero alemán mal hablado”. Llegado a América desde Polonia en 1935, sin un centavo y sin saber una palabra de inglés, Singer estuvo veinte años malviviendo de los tres cuentos por semana que publicaba en el Forverts, el diario en iddish de Nueva York, hasta que un día Saul Bellow leyó uno (“Gimpel el tonto”), lo tradujo al inglés, lo publicó en el Partisan Review y le cambió la vida para siempre: a partir de entonces, los cuentos de Singer se publicaron simultáneamente en el Forverts en iddish y en el New Yorker en inglés. El Forverts le había pagado durante décadas veinticinco dólares la pieza; el New Yorker le daba mil por cuento publicado. Aun cuando en inglés ya se lo celebraba como un nuevo Chejov, gran parte de la comunidad judeoamericana seguía viéndolo como un cuentero licencioso y blasfemo del viejo país. Singer se limitaba a encogerse de hombros y murmuraba socarronamente: “Qué puede decir un escritor cuando hablan sus personajes”.
La leyenda dice que se levantaba todas las mañanas a las siete, pero se quedaba hasta tres horas rumiando en la cama el cuento que iba a escribir (“Puedo ver los Cárpatos desde mi cama, si cierro bien los ojos”); de ahí pasaba a la bañadera donde permanecía media hora más ajustando los últimos detalles y, de ahí, envuelto en una bata rotosa, pasaba a la máquina de escribir, donde en menos de una hora tipiaba de un tirón el cuento, con papel carbónico. Una copia iba para el Forverts, la otra para alguna de sus traductoras, que horas más tarde traía el texto en inglés. Singer se abalanzaba entonces sobre las páginas y procedía a corregirlas de tal modo que puede decirse que las reescribía. La dócil traductora pasaba en limpio el texto, con Singer vigilando por encima de su hombro, y partía después a entregarlo al New Yorker, previo interludio en la cama, si la esposa del escritor no había regresado aún de Lord & Taylor, la tienda donde trabajaba como vendedora.
Singer quedó agradecido de por vida a Bellow, pero nunca más le permitió acercarse a un texto suyo. Prefirió elegir él mismo traductoras más maleables. Era famoso por atender el teléfono nomás sonaba, aun cuando estuviera enfrascado en su trabajo literario o amatorio, porque por lo general eran llamados de lectores del Forverts, con alguna buena historia para contarle (“¡He visto a Hitler en la cafetería de Finkel y nadie me cree!”) o alguna conquista potencial (elegido a los 75 años uno de los diez hombres más sexies de Estados Unidos, Singer adjudicó el secreto de su éxito a que siempre logró que las mujeres casadas no sintieran culpa por acostarse “con tan poca cosa como yo”). Puede decirse que Singer hasta fornicaba en iddish (quizás era ése el secreto de su éxito), pero cuando le llegó a su obra el momento de la consagración, de la traducción a otras lenguas, el texto “madre” que Singer exigió que se usara en todos los casos era la versión en inglés. Es decir que el Singer que conocemos quienes lo leemos en castellano, en francés, en alemán, italiano, polaco, ruso o portugués, el Singer que premió la Academia Sueca por hacer inmortal al iddish, es el Singer mejorado o depurado por él mismo en sus traducciones al inglés. Eso no le impidió dirigirse en iddish a la audiencia en su discurso del Nobel: “Escribo en una lengua muerta porque escribo sobre fantasmas. Y cuanto más muerta la lengua, más vívidos son sus fantasmas”, dijo. “Nuestra necesidad de creer sólo puede compararse a nuestra necesidad de sexo”, dijo. “Dios ha de estar cansado de nuestras plegarias, a esta altura. Lo que Dios necesita es que alguno de nosotros se decida a preguntarle de qué diablos se ríe”, dijo. Y después lo repitió en inglés, para no dar margen a traducciones ajenas, que pasteurizaran su sentido.
Quienes han leído los textos de Singer en las amarillentas páginas del Forverts dicen que lo que más tendía a suprimir después en la traducción al inglés eran esos soliloquios dirigidos por sus personajes a la divinidad: las blasfemias que sólo en iddish lograban conservar la aspereza que era necesaria, según Singer, en el trato con Dios. La astucia de Singer consistía en eliminar esas frases y lograr que su espíritu quedara flotando e impregnara todo el texto. En sus memorias, cuenta que lo bautizaron con el nombre de un hermanito que murió antes de alcanzar el mes de vida. Por esa razón, su madre lo envolvió en una mortaja en la cuna: para despistar a la muerte y lograr que no se lo llevara. De ahí provenía su descaro insobornable. Un robado a la muerte tiene derecho a decirlo todo (“Por supuesto que creo en Dios. Aunque yo diría que, más que creer en El, lo odio”), a probarlo todo (“Casi todas las desgracias de este mundo son el resultado del temor a la alegría. Tan herética parece la alegría que la gente arriesga su vida para escapar de ella”) y a decirlo todo también, a su inimitable y a veces espeluznante manera (como en el final de La familia Moskat, cuando uno de sus personajes anuncia amargamente, en la Varsovia a punto de ser invadida por Hitler, que ésa será la venida del Mesías tan esperada por todos los judíos).
Alguna vez dijo que los escritores no mueren de infartos, sino de erratas. El se murió en Miami, a los ochenta y nueve años, cuando el Alzheimer lo dejó sin recuerdos. La calle donde vivía en South Beach hoy lleva su nombre y supo tener un graffiti que reproducía una de sus frases más inmortales: “Cuando un hombre y una mujer se besan, es el comienzo de un asunto espiritual, no sólo físico. La cama no es más que una continuación horizontal de la conversación”. Ignoro si el graffiti sigue ahí y si el Isaac Singer Boulevard sigue siendo la calle preferida de las prostitutas del barrio.
Cuando el primer ministro israelí Menahem Beguin estaba en Nueva York, de camino a firmar la paz con Anwar el Sadat en Camp David, mostró interés en conocer a Isaac Bashevis Singer. El encuentro (que, curiosamente, tuvo lugar pocas semanas antes de que ambos ganaran el Premio Nobel, uno el de la Paz y el otro el de Literatura) fue un auténtico desastre: Beguin le reprochó a Singer que no escribiera en hebreo, la “verdadera” lengua de los judíos, y le preguntó con desdén cómo se podía hacer funcionar un ejército en iddish. Ofendidísimo, Singer abandonó la reunión después de contestar que una de las razones por las que amaba el iddish era precisamente por tratarse de un idioma que no tenía palabra para “arma” ni para “ejército”. El hijo de Singer, responsable de traducir al hebreo todos los libros de su padre, cuenta que Singer despotricaba en cambio por la escasez de palabras que ofrecía el hebreo para aludir a la lujuria, a diferencia de la casi infinita variedad que le daba el iddish.
Como se sabe, Singer logró ganar el Nobel escribiendo en esa lengua definida alguna vez por el propio Heine como “un mero alemán mal hablado”. Llegado a América desde Polonia en 1935, sin un centavo y sin saber una palabra de inglés, Singer estuvo veinte años malviviendo de los tres cuentos por semana que publicaba en el Forverts, el diario en iddish de Nueva York, hasta que un día Saul Bellow leyó uno (“Gimpel el tonto”), lo tradujo al inglés, lo publicó en el Partisan Review y le cambió la vida para siempre: a partir de entonces, los cuentos de Singer se publicaron simultáneamente en el Forverts en iddish y en el New Yorker en inglés. El Forverts le había pagado durante décadas veinticinco dólares la pieza; el New Yorker le daba mil por cuento publicado. Aun cuando en inglés ya se lo celebraba como un nuevo Chejov, gran parte de la comunidad judeoamericana seguía viéndolo como un cuentero licencioso y blasfemo del viejo país. Singer se limitaba a encogerse de hombros y murmuraba socarronamente: “Qué puede decir un escritor cuando hablan sus personajes”.
La leyenda dice que se levantaba todas las mañanas a las siete, pero se quedaba hasta tres horas rumiando en la cama el cuento que iba a escribir (“Puedo ver los Cárpatos desde mi cama, si cierro bien los ojos”); de ahí pasaba a la bañadera donde permanecía media hora más ajustando los últimos detalles y, de ahí, envuelto en una bata rotosa, pasaba a la máquina de escribir, donde en menos de una hora tipiaba de un tirón el cuento, con papel carbónico. Una copia iba para el Forverts, la otra para alguna de sus traductoras, que horas más tarde traía el texto en inglés. Singer se abalanzaba entonces sobre las páginas y procedía a corregirlas de tal modo que puede decirse que las reescribía. La dócil traductora pasaba en limpio el texto, con Singer vigilando por encima de su hombro, y partía después a entregarlo al New Yorker, previo interludio en la cama, si la esposa del escritor no había regresado aún de Lord & Taylor, la tienda donde trabajaba como vendedora.
Singer quedó agradecido de por vida a Bellow, pero nunca más le permitió acercarse a un texto suyo. Prefirió elegir él mismo traductoras más maleables. Era famoso por atender el teléfono nomás sonaba, aun cuando estuviera enfrascado en su trabajo literario o amatorio, porque por lo general eran llamados de lectores del Forverts, con alguna buena historia para contarle (“¡He visto a Hitler en la cafetería de Finkel y nadie me cree!”) o alguna conquista potencial (elegido a los 75 años uno de los diez hombres más sexies de Estados Unidos, Singer adjudicó el secreto de su éxito a que siempre logró que las mujeres casadas no sintieran culpa por acostarse “con tan poca cosa como yo”). Puede decirse que Singer hasta fornicaba en iddish (quizás era ése el secreto de su éxito), pero cuando le llegó a su obra el momento de la consagración, de la traducción a otras lenguas, el texto “madre” que Singer exigió que se usara en todos los casos era la versión en inglés. Es decir que el Singer que conocemos quienes lo leemos en castellano, en francés, en alemán, italiano, polaco, ruso o portugués, el Singer que premió la Academia Sueca por hacer inmortal al iddish, es el Singer mejorado o depurado por él mismo en sus traducciones al inglés. Eso no le impidió dirigirse en iddish a la audiencia en su discurso del Nobel: “Escribo en una lengua muerta porque escribo sobre fantasmas. Y cuanto más muerta la lengua, más vívidos son sus fantasmas”, dijo. “Nuestra necesidad de creer sólo puede compararse a nuestra necesidad de sexo”, dijo. “Dios ha de estar cansado de nuestras plegarias, a esta altura. Lo que Dios necesita es que alguno de nosotros se decida a preguntarle de qué diablos se ríe”, dijo. Y después lo repitió en inglés, para no dar margen a traducciones ajenas, que pasteurizaran su sentido.
Quienes han leído los textos de Singer en las amarillentas páginas del Forverts dicen que lo que más tendía a suprimir después en la traducción al inglés eran esos soliloquios dirigidos por sus personajes a la divinidad: las blasfemias que sólo en iddish lograban conservar la aspereza que era necesaria, según Singer, en el trato con Dios. La astucia de Singer consistía en eliminar esas frases y lograr que su espíritu quedara flotando e impregnara todo el texto. En sus memorias, cuenta que lo bautizaron con el nombre de un hermanito que murió antes de alcanzar el mes de vida. Por esa razón, su madre lo envolvió en una mortaja en la cuna: para despistar a la muerte y lograr que no se lo llevara. De ahí provenía su descaro insobornable. Un robado a la muerte tiene derecho a decirlo todo (“Por supuesto que creo en Dios. Aunque yo diría que, más que creer en El, lo odio”), a probarlo todo (“Casi todas las desgracias de este mundo son el resultado del temor a la alegría. Tan herética parece la alegría que la gente arriesga su vida para escapar de ella”) y a decirlo todo también, a su inimitable y a veces espeluznante manera (como en el final de La familia Moskat, cuando uno de sus personajes anuncia amargamente, en la Varsovia a punto de ser invadida por Hitler, que ésa será la venida del Mesías tan esperada por todos los judíos).
Alguna vez dijo que los escritores no mueren de infartos, sino de erratas. El se murió en Miami, a los ochenta y nueve años, cuando el Alzheimer lo dejó sin recuerdos. La calle donde vivía en South Beach hoy lleva su nombre y supo tener un graffiti que reproducía una de sus frases más inmortales: “Cuando un hombre y una mujer se besan, es el comienzo de un asunto espiritual, no sólo físico. La cama no es más que una continuación horizontal de la conversación”. Ignoro si el graffiti sigue ahí y si el Isaac Singer Boulevard sigue siendo la calle preferida de las prostitutas del barrio.
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